domingo, 11 de enero de 2009

Camila

Para qué mentir. Mi primera noche con Camila fue tan rápida como un misil sobre los países mediterráneos. Apenas la tuve de frente, sus ojos mirándome traviesamente, sus muslos desnudos dejando acariciarse por mis manos, y fue suficiente para que no contuviera la explosión de mi erecta espada. Camila es la mujer más hermosa que he visto desde que tengo conciencia, carajo.
Cuando llegó a la fiesta, en compañía de dos cuerpos femeninos que no merecen ser recordados, se olfateó en el ambiente una lucha para saber quién de los ahí presentes se quedaría con el tremendo ejemplar. Yo me descarté de inmediato, pues una hembra como Camila, con esos hombros tan redondos y esa cintura tan espectacular, jamás se fijaría en un tipo que no tiene nada, ni siquiera una buena conversación. Cuando en una fiesta aparecen mujeres como ésta suelo alejarme lo más posible, tal vez para que desde un oscuro rincón pueda observarla en toda su intensidad, disfrutar cómo algún arrojado la conquista, la seduce y se la lleva a la cama. Entonces es mi turno para entrar al baño y poseerla con la imaginación.
Aburrido, me refugié en la cocina buscando un poco de hielo para mi vodka, y en esas andaba cuando la reina de la noche apareció ante mi ya extraviada mirada. Su blusa era delgada, como ella misma, y había en ese ropaje un detalle color miel que le combinaba con sus ojos. El pantalón de mezclilla se ajustaba en unas piernas espectaculares, y las curiosas sandalias color vino dejaban ver unos pies confeccionados por Nuestro Señor antes de que las espinas entraran a la cabeza de su hijo.
―¿Y tú cómo te llamas, por qué estás tan apartado?
―Me intimidan las mujeres bellas como tú, por eso estoy tan apartado. ¿Sabes qué hora es?
Estaba dispuesto a irme a casa, borrar de mi mente la estúpida respuesta y hacer como que nada había pasado. Siempre funciona. Pero sin contemplarlo siquiera, ya estaba con Camila en el balcón, platicando de un montón de cosas, haciendo promesas de prestarnos libros y discos la próxima vez que nos viéramos. De reojo, observaba las miradas envidiosas de quienes se dicen mis mejores amigos. ¿Por qué no se conforman con masturbarse cuando pierden? Uno de ellos, Luis, intentó meterse a la plática presumiendo que ya tenía boletos para el concierto de Radiohead, y que incluso poseía uno de sobra para lo que se ofreciera. La estrategia falló, pues Camila no agregó nada al respecto y me pidió que la acompañara a la calle para buscar cigarros.
―Yo tengo, no es necesario que salgas a esta hora―, jodía Luis.
―Gracias, pero necesito mentolados y también un poco de aire fresco.
Pasaron varios minutos para regresar al departamento. Ya en la calle, Camila me confesó que ni siquiera fumaba, pero que de alguna manera teníamos que zafarnos de ese mi amigo raro de los lentes.
―¿Y entonces, paquito, cómo así que te intimidan las mujeres bellas?
―La culpa es de una tal Maribel, me dio clases en preescolar y me enamoré de ella. Cuando se lo confesé, se echó a reír y me dijo que en cuanto me supiera abrochar solo los zapatos y dejara de orinarme en la cama podríamos charlar al respecto. Desde ese día le temo a las mujeres hermosas, como tú, Camila.
―¿Y aún te orinas en la cama?
No hubo respuesta, sólo una escandalosa carcajada.
Apenas regresamos a la fiesta y Camila fue directa a la yugular. Acercó sus labios gruesos a mis deforme oreja izquierda y me soltó, sin pudor alguno: “¿Tienes condón, paquito?, si no, te doy tres minutos para conseguirlo, ni uno más, y el reloj ya está avanzando”.
Pensé en pedírselo a cualquiera, pero rápido intuí que su envidia y egolatría se encimaría a una supuesta solidaridad viril. Entré al cuarto del anfitrión y me puse en su lugar. ¿Dónde guardaría yo los condones?
―Encontré tres, cariño―, la seguridad ya estaba de mi lado.
Y como comentaba al principio, apenas la tuve cerca, completamente desnuda, y mi miembro arrojó el segundo escupitajo de la velada, pues ya en el living, con sus manos casi tocando las mías, había originado un leve e imperceptible incidente.
―No mames paquito, ¿eso es todo?, ¿qué vamos a hacer con los otros dos condones?, ¿quieres que le llame al rarito de los lentes?, ¿o los inflamos para prender la fiesta allá afuera?
Tras unos besos ya sin mucho sabor, quedé más dormido que un anciano decrépito. Todo mi ser entró a una inmensa nada, me perdí por completo desperdiciando la oportunidad de mi vida, pues Camila ardía en deseos por ser revolcada.
Y cuando desperté, Camila ya no estaba allí.
(Olviden eso, creo que alguien ya había escrito algo parecido). Otra vez:
Desperté cuando el sol pegaba como boxeador y por supuesto que la hembra más hermosa del rebaño ya se había largado. No pude dejar de recriminar mi patética falta de energía sexual para hacer un trabajo digno de semejante mujerón. ¡Carajo!, mi destino estaba condenado a compañías austeras, ridículas, como esas dos que llegaron con Camila.
Mientras me vestía hice conjeturas. Seguramente fui la burla de todos, y Camila, efectivamente, terminó fornicando con Luis, siempre tan oportuno. Del suelo levanté mi móvil y además de percatarme que ya eran las 10 de la mañana, vi un mensaje sin leer y dos llamadas perdidas.
Eran de Camila
“Te espero el domingo afuera del estadio. 8 am. es hora de hacer deporte y LEVANTAR ese ánimo, paquito. Besos.”
Al principio la idea me conmovió. Después de muchos años era momento de despertar al atleta adormilado por causa de los vicios, y qué mejor que al lado de la princesa Camila.
Llegué un poco tarde, pero mi acompañante no lucía enfadada, sino al contrario, me recibió con un beso en la boca y me dio las primeras indicaciones. Trotaríamos alrededor de la cancha, para aflojar el músculo. Yo sólo miraba su cintura y sus pechos erectos, más firmes que cualquier soldado raso del Ejército.
Fue el inicio de días muy tormentosos. Poco a poco, Camila me fue metiendo a una disciplina militarizada, que incluía clases de yoga, visitas al gimnasio, natación diaria y un régimen alimenticio incorruptible. ¿Por qué se esforzaba en mí? ¿Por qué se empeñaba en transformarme si había tantos otros que tenían lo que ella quería?
Tras un par de meses de estar alejado de las cantinas y mis amigos, decidí abandonar a Camila, la mujer de mis sueños. Es cierto que gracias al ejercicio logré mejorar mi desempeño sexual, que incluso tres condones eran insuficientes para nuestros revolcones, pero, ahora lo sé, nada se compara a la frágil caída de un buen ron en la garganta, a la firmeza de la coca que quita cualquier borrachera pidiendo a cambio tan sólo unos milímetros de mis fosas nasales.
Ya habrá otra vida para el ejercicio.

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