viernes, 8 de julio de 2011

El Hombre sin cabeza

En un mundo devastado, el hombre sin cabeza encontrará el remedio para aliviar sus pesadillas... pero sólo por un tiempo

El Hombre sin Cabeza from AnimAux on Vimeo.

miércoles, 29 de junio de 2011

De abducidos y bailes marcianos

“¡Cabello negro, ojos azules y tez blanca! Qué hombre tan extraño y sin embargo… bien parecido”, dice la Señora K a su marido cuando le relata un sueño loco, el de un hombre gigante (de 1.80 m) que baja de un aparato plateado para saludarla. La obra es Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury, escrita en 1946, un libro maestro que rebasa las pretensiones de la ciencia ficción, pues más allá de imaginar la vida en el planeta rojo, nos plantea escenarios de soledad, de la retorcida locura que provoca la confusión al no saber dónde se está parado.
Si un contacto temprano con el mundo marciano me hubiera ocurrido con la literatura, o mejor aún, con la ciencia, habría asimilado de forma inteligente la existencia de ese planeta vecino, separado apenas por 90 millones de kilómetros, según los viajeros del libro citado. Pero no, ese contacto con lo extraterrestre me ocurrió a partir de una coreografía en segundo de primaria, de una escuela llamada Pedro Loredo Ortega, ubicada en el Pedregal de San Nicolás, D.F. Era la primavera del 84 cuando el estricto profesor Abdón dio la orden: “En quince días es el festival del Día de las Madres, así que la maestra Judith ha preparado un baile en el que todos deben de participar”.

Llegada la fecha y bajo un atuendo de lo más ridículo (los ojos del marciano en mi abdomen y en mi cabeza una caja de cartón) traté de seguir los movimientos que había marcado la profesora de Educación Artística, pero mis problemas de coordinación motriz me hacían lucir torpe, disparejo con el resto del grupo. Busqué el rostro de mi madre para saber el tamaño de mi ridículo, pero fue una mala ocurrencia, porque una madre siempre verá a su hijo como el más lindo, el más simpático de todos. A sabiendas de mi mala actuación, desee con todas mis fuerzas que me tragara la tierra, y hubiera deseado que una nave marciana me abdujera, pero cómo carajos iba a saberme esa palabra en segundo de primaria, ¿cómo?
Siguiendo con la obra de Bradbury (también guionista de Moby Dick) es de llamar la atención la forma en que plantea una posible abducción. Sucede en los sueños de la referida señora K, quien es seducida por extraños seres venidos de la Tierra para después treparla a una nave plateada y darle un paseo por territorios completamente desconocidos. El encuentro entre dos civilizaciones distantes y distintas suele tomar formas más bien violentas en la imaginación de los escritores y hasta de los testigos reales de las abducciones. Dos de ellos surgieron hacia la segunda mitad del siglo XX (más o menos en las fechas de Crónicas Marcianas y otras obras de ciencia ficción) para provocar desde entonces toda una ola de supuestos testimonios documentados que garantizan la existencia de malévolos marcianos quienes no se conforman con examinar a los “levantados” (permítanme la narco-expresión), sino que ya en esas se pasan de abusados y hasta le dan violín a las víctimas.
Uno de esos secuestros exprés ocurrió en el Brasil de Lula pero en 1957, cuando el agricultor Antonio Villas Boas vio cómo una estrella roja se acercó a su cultivo para luego toparse con un humanoide que lo llevaría hasta una nave en donde se le sacó un poco de sangre y quién sabe qué más cosas de su cuerpo, mismo que posteriormente sería repasado por una mujerzuela de la vida galante marciana. Tan sólo cuatro años después sucedería un segundo caso, ahora en New Hampshire, Estados Unidos. Le pasó al matrimonio formado por Betty y Barney Hill, quienes conducían hacia Quebec cuando una nave extraterrestre se les atravesó en su camino. Según confesaron a los militares, hubo un tiempo perdido en el que no recuerdan nada, pero lo que sí vieron es cómo el vestido de la señora estaba desgarrado, prueba irrefutable para deducir una violación a cargo de esos humanoides.
Como sea, escapar de la Tierra y buscar vida en otros planetas se convirtió en una obsesión que ha pasado de la simple literatura a la vida real, por más que las evidencias de la NASA dejan en claro que en Marte no hay nada como para pasarla bien. Esa terquedad del ser humano por escapar de la realidad a pesar de la incertidumbre la refleja muy bien Bradbury cuando en un lejanísimo marzo del año 2000, un tal Pritchard berrea al negársele ir a Marte: “¡No me dejen en este mundo terrible! ¡Quiero irme! ¡Va a haber una guerra atómica! ¡No me dejen en la Tierra!”
El planteamiento de un mundo devastado no fue, finalmente, tan errado. Si bien no se dio una guerra nuclear como tal a los inicios del nuevo siglo, sabemos que las naciones más poderosas poseen un armamento para hacer volar lo que sea, y que, por otra parte, los efectos de la depredación natural pronostican un planeta inviable para ser habitado en un futuro no muy lejano.  En ese tenor, o mejor dicho, en ese temor, los más asustadizos ya exigen un presupuesto de la ONU ante el inminente contacto con otras civilizaciones. Un artículo publicado por la revista inglesa Philosophical Transactions a inicios de este año asegura que los gobiernos del mundo deben estar listos para el inevitable encuentro con una civilización extraterrestre “que podría ser violenta”. A estos profetas del apocalipsis interplanetario habrá que recomendarles el pasaje Aunque siga brillando la luna de las crónicas bradburyanas, donde dos terrícolas comprueban con desolación que las ciudades marcianas han sido extinguidas en su totalidad: “La varicela atacó a los marcianos como nunca ha atacado a los terrestres. Supongo que tenían otro metabolismo. Los quemó hasta ennegrecerlos, y los secó hasta transformarlos en copos quebradizos”.
Siempre imaginamos guerras entre seres vivos y sin embargo son enfermedades enviadas por algún perverso dios las que contribuyen a disminuir la densidad de las poblaciones. En el México de hoy los narcos compran armas a diestra y siniestra principalmente en los Estados Unidos, las utilizan para exterminar a sus rivales de cartel y sin embargo jamás acabarán con ellos, como tampoco el gobierno exterminará al conjunto de malosos. Para arrasar con la humanidad basta con inundaciones, plagas u olas de aire radioactivo. Cuando eso suceda, buenos y malos desearán que una nave plateada los secuestre, y si sus tripulantes quieren tener sexo desenfrenado, ya será lo de menos.

 *Texto incluido en el más reciente número de la revista Generación

domingo, 19 de junio de 2011

Carta de un tuitero frustrado

Me rindo. Este es el último tuit. Es un tuit extenso, un tuit estúpido, un tuit que rebasa los 140 caracteres. La brevedad no es mi palabra favorita. Bueno, perdón, esto ya ha dejado de ser un tuit. Estoy aquí para decirles #yoconfieso que en más de un año como tuitero, nunca he rebasado la cifra de 25 followers.

Y miren que me he esforzado como nunca antes. Mi obsesión por ser un tuitstar ha ocasionado que deje caer mi vida en un abismo profundo y negro. Mi mujer se hartó de mí. Dejé de mirarle el trasero por mirar a la pantalla. Dejé de tocar sus chichis por tocar el teclado de mi lap. Asumo que soy responsable de la ruina en este hogar donde nunca hay papel de baño, donde nunca hay focos y por supuesto no hay gas ni agua para tomar.

Lo poco que gano lo he invertido en tecnología que me lleve al camino del éxito en este complejo mundo tuitero. Lap, PC, tres tablets, Black Berry y mi i pone 4. Una fortuna invertida en herramientas de comunicación que no me han servido para nada. Les juro que he puesto atención en cada una de las estrategias para ser popular. Es inútil. De poco me sirve inventar ingeniosos hashtags. Ayer, a eso de las 4 de la mañana, a mi mente vino algo genial, inigualable: #puedoescribirlostuitsmastristesestanoche. Posteé poesía de Borges porque era el aniversario de Borges y por lo tanto Borges dejó de ser poeta para ser Trending Topic. Ser parte de esos tuiteros con gafas de hipsters que adoran a Borges sólo cuando es Trending topic es una sensación indescriptible.

También he intentado meterme a conversaciones de política. En mi lista de follows tengo a @vicentefoxque, @felipecalderon, @lopezobrador_, @JlozanoA, @Eruviel_Avila y @EncinasEdomex. Les he escrito a todos y nadie me ha dado ni siquiera un humilde RT. A menudo stalkeo los post de grandes periodistas como @lopezdoriga1, @josecardenas1, @aristeguicnn, @kdartigues, @julioastillero y desde luego @federicoarreola, conocido familiarmente como Don Fede. A él, en lo particular, le he recomendado los mejores tangos de mi colección y le he linkeado profundos artículos para que los publique en su sendero del peje. Resultado: nada. Ni un RT ni un Sea Serio y ningún “déjeme en paz, porro tuitero”.

#noesdedios

Sigo a más de 8600 personas. #yoconfiesoque al principio era selectivo. Seguía a escritores como @albertochimal, @criveragarza, @rafadro, @mauriciomontiel, @margo_glantz… trataba de codearme con intelectuales y aprender de su síntesis literaria. Pero ninguno, nunca, me dio follow, y entonces caí en una terrible depresión que luego se tradujo en actos desesperados que me llevaron a followear a @cuauhtemocb10, @la_legarreta, @galileam y @ninelconde.

#todomesalemalcomoacalderon

Acepto este estrepitoso fracaso. Ignoro las causas para que la gente no me dé follow. Soy creativo, soy poeta, soy un tuitero empedernido que sin embargo no llegará nunca a los 30 followers.

#noesdedios

#puedoescribirlostuitsmastristesestanoche, #puedoescribirlanocheestatuiteada pero de nada me servirá porque #yononacipatuitear, #nadienaciopamistuits.

Me llamo @FValenzuelaM y soy tuitólico.

Follow me, por favor.

viernes, 18 de febrero de 2011

Los Ángeles Negros

Luego de la Tercera Guerra, era evidente que nada peor podría pasarle a la humanidad. Los bombardeos entre europeos, americanos y asiáticos devastaron cientos de ciudades y dejaron miles de víctimas mortales, mientras que los sobrevivientes tuvieron que resignarse a caminar entre las ruinas, inhalando el polvo envenenado que se levantaba por todas partes.
Pobreza, hambre, escases de alimentos, desnutrición, edificios destruidos, ríos intoxicados, aire impuro y militares al frente de los gobiernos formaban parte del nuevo orden mundial, una realidad más cercana al onirismo pesadillesco que a las utopías alguna vez planteadas por activistas, estudiantes y ecologistas.
En esa Tierra moribunda sólo sobreviviría aquel que fuera más rapaz, apenas había lugar para el cínico, el desvergonzado que sin ningún sentimiento de culpa le quitara al otro la comida, para quien no sintiera remordimiento por descobijar al anciano y dejarlo morir como sólo se puede dejar morir a un insecto sin acta de bautizo.

Pero no a todos les fue tan mal. Los más acaudalados empresarios que lograron ponerse a salvo en impenetrables bunkers, escaparon sin pensarlo dos veces. Emigraron al planeta más cercano y ahí comenzarían a gestar una nueva civilización con la ayuda de los nativos ya conquistados y con decenas de esclavos fabricados en naves robóticas, una industria que siguió operando en la clandestinidad aún en tiempos de belicismo.
Eso era el Mundo: un lugar arruinado que no podría estar peor. Y sin embargo, faltaba lo peor.
En una noche de crudo invierno el noticiero estelar anunció la presentación en vivo de un invitado poco común. El ser más temido a lo largo de la historia, la oscuridad hecha carne, el representante de la maldad… el señor de las tinieblas.
Moreno, de cabello crespo y ojos hundidos, el Diablo agradeció la hospitalidad del conductor y entonces miró fijamente a la cámara para lanzar una advertencia: a partir de ese momento, su ejército de ángeles negros ocuparía las calles del mundo para llenarlas de drogas adictivas, de pandilleros y asesinos, de policías despiadados que no tolerarían ninguna violación al fáctico toque de queda impuesto desde el mismísimo infierno.

En los siguientes días, Satanás ocupó la antigua Casa Blanca y desde ahí daba enloquecidas órdenes a su milicia para que sembraran el terror en ciudades y pueblos, para que hicieran sentir el peso de su maldad. Los ángeles negros, hospedados en el Infierno por sus malas conductas en la Tierra, trataron de hacer su trabajo lo mejor posible: estaban bien armados, mostraban  frialdad a toda prueba y no había en ellos ningún sentimiento de culpa. Eran, en resumen, un inmejorable grupo de malditos, una horda de sicarios sin corazón.
Al cabo de varias semanas Belcebú se dio por vencido. Su ejército de ángeles negros se fue exterminando poco a poco debido a que no podían respirar aquel aire intoxicado; el agua impura destrozó sus hígados y la comida alterada con químicos reventó su páncreas e intestinos. Sus pulmones fueron demolidos por consumir cigarrillos hechos con veneno para ratas y varios de ellos murieron contagiados por enfermedades de transmisión sexual, todo por revolcarse con prostitutas sin certificado médico.
Así, al Rey de las Tinieblas no le quedó más remedio que renunciar a la conquista del mundo. Enfermo de las vías respiratorias y casi ciego por ingerir bebidas alteradas, hizo las maletas y emprendió el regreso al Infierno.
Se fue por la puerta de atrás y con la cola entre las patas. 

lunes, 10 de enero de 2011

El extraño pasajero

Casi oscurecía; las nubes pasaban del gris al negro y en las calles todo olía a polvo, a esa tierra desfragmentada, al aroma espeso de aquella ciudad vapuleada por los meteoritos decembrinos. Desde aquella fatídica mañana ya nada era igual. Quienes no murieron emigraron a los planetas vecinos y tan sólo un puñado de hombres arrojados permanecieron en su terruño para esperar a que el tiempo, o alguna otra lluvia de meteoros, los borrara del mapa mundano.
A bordo de su taxi, Abraham giraba su cabeza en todas las direcciones esperando que le hicieran la parada. Pero quién diablos iba a hacerlo en esa ciudad habitada por fantasmas, por almas perdidas sin rumbo fijo. Resignado, estacionó su viejo auto a las afueras de una taberna. Entró sigiloso, calculó sus pasos entre la espesa neblina de humo taciturno y pidió una bebida fuerte para castigar a su garganta. Vio bailar a unas mujeres sintéticas, les arrojó unas monedas y volvió a su bebida. La noche avanzaba sin novedad, así que pagó la cuenta y regresó a la calle, que seguía tan sola como antes.
Manejaba con destino a su viejo departamento cuando, para su sorpresa, un sujeto le hizo la señal para requerir de sus servicios. Se trataba de un hombre con rostro gris, cuya cabeza era cubierta por un sombrero de piel. El pasajero no dijo buenas noches ni lléveme a tal dirección, apenas se sentó en la parte trasera del automóvil y fijó su mirada en un pequeño tablero electrónico.
Abraham intentó charlar, saber hacia dónde virar, pero el extraño pasajero respondió en una lengua rara, completamente desconocida. Asustado, el chofer paró en seco su automotor y buscó la cara de su cliente.
Lo que vio es indescriptible. Un rostro sin brillo, sin líneas, sin expresión alguna. Era como una masa uniforme en la que no había espacio para ojos, boca, nariz u oídos. Tembloroso, intentó abandonar el coche, pero los seguros se habían activado y entonces su respiración experimentó dificultades.
No supo en qué momento perdió el conocimiento. Al despertar, se hallaba en una pequeña cápsula, en una especie de sala quirúrgica rodeado de doctores que, al igual que el extraño pasajero, tenían un rostro plano, gris y uniforme. Curiosos, los galenos conversaban en esa lengua ajena y al parecer debatían sobre los organismos de su paciente.  Entonces fue que el taxista sintió una ligera carga de rayo láser invadir todo su cuerpo y enseguida volvió a quedarse dormido.
Días después amaneció tirado en un terreno baldío, desnudo y rodeado de aves negras que lo fueron degustando poco a poco, lentamente, sin prisa alguna.
Y en esa ciudad en ruinas, nadie lo ha echado de menos…

Foto de Edgardo Leija

domingo, 9 de enero de 2011

Quince corridos a caballo

Dicen que los ochenta es la década pérdida, que en ese lapso se produjeron cosas espantosas no sólo en música, sino en televisión, cine, moda y otras cosas. Algunos estarán de acuerdo, otros no tanto, pero en lo particular los ochenta significaron la década de mi niñez y adolescencia, la etapa en la que, según algunos psicólogos, el hombre se forma criterios basado en lo que tiene alrededor. De los pocos recuerdos que tengo de mi infancia (además de una maestra muy fea en el kinder y mi temor a la serie de Hulk, el hombre increíble) están las fiestas infantiles organizadas por mis hermanos y vecinos. Estamos hablando de 1982, yo vivía en la Ciudad de México y el presidente era un infeliz llamado Miguel de la Madrid. En fin, ahí estaban estos amigos y parientes en el patio de mi casa poniendo discos de los grupos del momento: sí, señoras y señores, nada más y nada menos que Parchís*, Timbiriche y el temible dueto de Enrique y Ana. Traumas como éste son difíciles de borrar en el cerebro de cualquier ser humano, por más que los años y las adicciones se empeñen en hacerlo: Lidia, la vecina morena, era la ficha roja; su hermano Alejandro la ficha azul, mis hermanas las fichas verde y amarilla, mientras que mi hermano o el primo Enrique la hacían de comodín, es decir, de dado o ficha blanca (¡cuánta estupidez!). Por mi parte permanecía arrinconado, jugando con mis propias manos e imaginando que éstas eran crueles dragones que se mataban unos a otros; es decir, de ninguna manera me prestaría para semejante ridículo. Era un mocoso de seis años, pero algo me decía que ese espectáculo no era para mí, que alguna otra cosa estaba pasando en el mundo y debía averiguarlo o, por lo menos, esperar paciente a que llegara a mis manos, vista y oídos.
            Pero no era todo, si la música infantil aturdía mis finos oídos, qué decir de las resonancias salidas de la consola Philco a la hora que llegaba mi padre de trabajar. Damas y caballeros, en 1982 Michael Jackson lanzaba el multipremiado Thriller, Aerosmith emergía con Rock in a hard place y The Clash cimbraba a las buenas conciencias con el Combat Rock. Pero nada de eso había en casa y sí los 15 corridos a caballo, interpretados por Antonio Aguilar y su fiel esposa Flor Silvestre, o Ella canta lo romántico de Juan Gabriel, de la hispana Rocío Dúrcal, sin que faltara Lo mejor con la mejor, de la iracunda Lupita D´alessio, a quien mi mamá le rendía incuestionable idolatría. De ninguna manera quiero que esto se lea como un reclamo a mi hogar, mucho menos en estos días en que todo México le brinda tributo al Charro de México, sólo es que no dejo de pensar que si una influencia más occidentalizada y menos patriotera se hubiera acercado a ese simpático niño, mi cultura musical sería algo encomiable.
            Y sí, pasarían aun varios años para que la rebeldía rocker se acercara al menos a un ápice de distancia. En tanto, y un poco más crecidito, seguí sufriendo los discos de, esos sí, malísimos artistas de la década perdida tales como Karina, Yuri, Ana Gabriel, Yoshio, Sergio Fachelli y hasta el Buki, una vez que la familia se mudó del DF a Michoacán. Pero curiosamente el cambio de residencia, de la gran ciudad a la provincia, me traería mi primer acercamiento con ese “algo diferente” que sabía estaba por ahí. Un buen día llegó mi padre, que aún trabajaba en la Ciudad de México, con varios LPs bajo el brazo. Sereno, o más bien indiferente, se me acercó para decirme: “Mira, hijo, aquí te manda estos discos tu tío, dice que a lo mejor te gustan”. Se trataba de una joya y dos básicos: por una parte el Volumen II de Led Zeppelin, acompañado de una rareza de los Dugs Dugs y una recopilación de la entonces banda respetable Three souls in my mind. Nos ubicamos en 1987, una vez pasado el temblor y la mediocre participación de la Selección Mexicana en su mundial. Esos primeros discos representaban la llegada de lo que tanto había esperado, guitarras chillantes, voces del más allá y actitudes incorrectas. Por esas fechas saldrían a la venta otras tapas como Appetite for destruction, de Guns & Roses, Rattle and Hum, de U2, Doble Vida, de Soda Stereo, The Queen Is Dead, de los Smiths y Yo te avisé, de Los Fabulosos Cadillacs. Cada uno de ellos llegaría a mi tocadiscos personal en diferentes momentos, en tanto, repetía una y otra vez mis tres únicos discos de rock, alternándose con las baladas y las rancheras de los otros integrantes del hogar. (En ese mismo año una bomba puesta por Theodore Kaczynski, más conocido como Unabomber, estallaba en Salt Lake City, pero eso no tiene nada que ver con este texto, ¿o sí?)
            Desde entonces he tenido varios ídolos: lo fue Jim Morrison y su poesía, Kurt Cobain y su pesimismo ante la vida, Michael Jordan con sus 50 puntos por partido, el Yayo de la Torre con sus goles para las Chivas y hasta la Maldita Vecindad con su retrato del México de fin de siglo. En otras ramas, Bukowski, Fante y Tarantino me han azotado en viajes sin regreso.
            Ahora carezco de alguien a quien idolatrar. Lo hice desde que leí a Nietzsche y me topé con frases como ésta: “Para mí todos ellos me parecen locos, menos trepadores e impetuosos. Su ídolo, ese frío monstruo, huele mal. Todos ellos, esos idólatras, huelen mal”. Chale, pinche filósofo amargado.
           

Tiempo después me enteré que el ahora rocanrolero Enrique Búnbury fue suplente de Parchís, y que incluso llegó a tener presentaciones en vivo sustituyendo a quien estuviera indispuesto…