lunes, 10 de enero de 2011

El extraño pasajero

Casi oscurecía; las nubes pasaban del gris al negro y en las calles todo olía a polvo, a esa tierra desfragmentada, al aroma espeso de aquella ciudad vapuleada por los meteoritos decembrinos. Desde aquella fatídica mañana ya nada era igual. Quienes no murieron emigraron a los planetas vecinos y tan sólo un puñado de hombres arrojados permanecieron en su terruño para esperar a que el tiempo, o alguna otra lluvia de meteoros, los borrara del mapa mundano.
A bordo de su taxi, Abraham giraba su cabeza en todas las direcciones esperando que le hicieran la parada. Pero quién diablos iba a hacerlo en esa ciudad habitada por fantasmas, por almas perdidas sin rumbo fijo. Resignado, estacionó su viejo auto a las afueras de una taberna. Entró sigiloso, calculó sus pasos entre la espesa neblina de humo taciturno y pidió una bebida fuerte para castigar a su garganta. Vio bailar a unas mujeres sintéticas, les arrojó unas monedas y volvió a su bebida. La noche avanzaba sin novedad, así que pagó la cuenta y regresó a la calle, que seguía tan sola como antes.
Manejaba con destino a su viejo departamento cuando, para su sorpresa, un sujeto le hizo la señal para requerir de sus servicios. Se trataba de un hombre con rostro gris, cuya cabeza era cubierta por un sombrero de piel. El pasajero no dijo buenas noches ni lléveme a tal dirección, apenas se sentó en la parte trasera del automóvil y fijó su mirada en un pequeño tablero electrónico.
Abraham intentó charlar, saber hacia dónde virar, pero el extraño pasajero respondió en una lengua rara, completamente desconocida. Asustado, el chofer paró en seco su automotor y buscó la cara de su cliente.
Lo que vio es indescriptible. Un rostro sin brillo, sin líneas, sin expresión alguna. Era como una masa uniforme en la que no había espacio para ojos, boca, nariz u oídos. Tembloroso, intentó abandonar el coche, pero los seguros se habían activado y entonces su respiración experimentó dificultades.
No supo en qué momento perdió el conocimiento. Al despertar, se hallaba en una pequeña cápsula, en una especie de sala quirúrgica rodeado de doctores que, al igual que el extraño pasajero, tenían un rostro plano, gris y uniforme. Curiosos, los galenos conversaban en esa lengua ajena y al parecer debatían sobre los organismos de su paciente.  Entonces fue que el taxista sintió una ligera carga de rayo láser invadir todo su cuerpo y enseguida volvió a quedarse dormido.
Días después amaneció tirado en un terreno baldío, desnudo y rodeado de aves negras que lo fueron degustando poco a poco, lentamente, sin prisa alguna.
Y en esa ciudad en ruinas, nadie lo ha echado de menos…

Foto de Edgardo Leija

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